LA CASA SUL LAGO: UNA DANZA DE LUZ, DISEÑO Y AMOR
Amanece. Los primeros rayos de luz se filtran a través de las delicadas cortinas del dormitorio, acariciando el suelo de madera y revelando los suaves contornos de la cama.
Ella se estira lentamente. Él pone un viejo disco. Una nota de jazz suave y fluida flota en el aire.
Así comienza cada día en esta villa modernista del siglo XIX: con un ritmo por el que se camina de puntillas.






Un salto de nuevo a la cama — una carcajada, un enredo de brazos y sábanas. A su alrededor, el silencio envolvente de la mañana y la discreta elegancia de los materiales: cuero, terciopelo, mármol pulido, metales mates.
Entre estas texturas, objetos olvidados esparcidos por la casa sirven de contrapuntos entre forma y tono: un par de zapatos, un libro abierto, un vestido abandonado.

Lleva un kimono de tonos pastel que refleja los cálidos matices del sofá en el que reposa. Mientras escucha música, se relaja y hojea portadas de discos.
El tiempo parece expandirse: la luz danza sobre las superficies y una sinfonía visual y táctil transforma el instante en un fotograma de una película en blanco y negro.
El patio con vistas al lago está bañado de luz.
En la pequeña mesa: dos tazas de café humeante, una cesta de cruasanes y una mirada perdida en el azul infinito del agua. La naturaleza penetra en la casa, reflejada en sus materiales y colores.
Una calma vibrante acompaña cada gesto mientras el día se despliega suavemente.






La casa se convierte en un escenario de intimidad. En el comedor, una gran mesa metálica refleja la danza de la luz que entra por las ventanas.
Las sillas se asemejan a esculturas vivas — abiertas, acogedoras, envolventes. Surge una armonía entre funcionalidad y poesía: una comida compartida, una mirada significativa, un silencio que resuena.
Más tarde, ella se retira a su estudio: un escritorio en forma de ola de rico tono coñac, bajo una lámpara de vidrio soplado que flota como una constelación. Durante una pausa, se sienta en el amplio alféizar, contemplando el jardín.
Él prefiere el anexo — un despacho más apartado, donde la vista panorámica a través del muro acristalado concentra la atención hacia dentro, como si el jardín mismo ansiara entrar. Dos lugares distintos, dos energías diferentes — pero la misma belleza esencial.








La danza continúa hasta la tarde avanzada.
La pareja se dirige poco a poco a la terraza superior, una maravilla escondida más allá del jardín de invierno. Allí, la casa revela su joya oculta: una piscina engastada como una gema entre piedra, vegetación y cielo — suspendida entre el lago y las montañas.
El agua es clara y tranquila, refleja las nubes que pasan y los cambiantes matices del cielo.
Ella se zambulle con un gesto ligero y elegante que rompe la superficie como la primera nota de una sinfonía.
Él la sigue. Se dejan llevar, persiguiéndose en espirales lentas y juguetonas. Es una coreografía natural, un diálogo silencioso entre sus cuerpos y el entorno.
Alrededor, tumbonas acolchadas se convierten en islas de paz: tapizadas con tejidos claros y acogedores, invitan a secarse al sol y saborear un cóctel vibrante y afrutado.



La música fluye de fondo con sus pulsos lentos y rítmicos.
El día aún no ha terminado: una lancha de madera con asientos de cuero color arena se acerca al pequeño embarcadero privado. De la mano, suben a bordo mientras el lago se desliza bajo la proa. El sol se pone detrás de ellos, pintando las montañas en tonos rosados y dorados.
Cada curva de la costa se convierte en un descubrimiento; cada reflejo en el agua, en una fotografía. A su alrededor, villas ocres se esconden discretamente entre cipreses y buganvillas en flor, sus fachadas parecen flotar mientras las colinas se disuelven en el cielo. La pareja navega hacia el norte, apaga el motor en una estrecha ensenada y deriva suavemente donde el lago se divide en tres brazos.
La ciudad de Como surge tras ellos, ofreciendo una vista de campanarios, majestuosas agujas y tejados rojos. Ella toma el timón con alegría, mientras él capta su sonrisa.







A su regreso, la luz dorada del atardecer los recibe.
La villa les da la bienvenida de nuevo.
Las superficies captan los últimos destellos del día, mientras la música se reanuda suavemente de fondo.
Un cambio de ropa. Una respiración profunda.
La intimidad doméstica regresa.

En su silenciosa proximidad, cada uno está absorto en un libro o sumido en sus propios pensamientos.
Moka, el fiel bulldog francés, reposa tranquilamente a su lado. Los colores se suavizan. Las telas envuelven.
El hogar se convierte en un abrazo, un lugar donde dejarse llevar hacia la noche.




Un lento crescendo los conduce al bar de la primera planta: botellas de ámbar y cristal, vasos de vidrio, una barra de ónix.
Allí preparan cócteles, comparten risas e intercambian fragmentos del día.




Luego salen a la terraza, donde el sol lanza sus últimos rayos y el jardín palpita con luz vibrante.
El viento se entrelaza con la música.
Es un momento intemporal — en el que cada objeto adquiere significado.
Y entonces, la danza se reanuda. En el salón, las luces se atenúan. El tocadiscos vuelve a cobrar vida.
Se mueven lentamente al principio, luego con energía creciente, como guiados por una coreografía invisible. Cada movimiento se convierte en un tributo a la belleza; cada pose, en una celebración de la elegancia sensual del mobiliario.
La villa se transforma en su teatro privado, con la colección Baxter como escenario silencioso. Al caer la noche y volverse el lago negro como terciopelo, la casa se sumerge en la quietud. Y, sin embargo, cada detalle permanece — un testimonio silencioso de un día impregnado de intensidad, donde el diseño se encuentra con la emoción y la materia con el alma.

PHOTO CREDIT Andrea Ferrari